lunes, 28 de enero de 2013

POSPARTO - Toñi (Segunda parte)


Cuando volví a planta todo pareció ir mejorando, pero la sensación duró poco.  Aparte de la preocupación normal por el estado de mis dos bebés, llevaba quince días de dolor, fiebres, antibióticos, transfusiones, pinchazos por todos sitios…  Tenía los brazos tan morados que no lograban verme las venas para pincharme de nuevo. Me pusieron una vía en el cuello para seguir medicándome. Y al cabo de muy poco, empezó a dolerme la cabeza como nunca jamás me había dolido. Al principio pensé que se trataba de un dolor de cabeza tensional, pero vi que eso no podía ser de ninguna de las maneras. Me visitaron los neurólogos, que diagnosticaron que, debido a la anestesia raquídea (15 días antes sin que nada hubiera hecho pensar que hubiera habido algún problema), había bajado la presión del líquido cefalorraquídeo. Conclusión: debía de estar unos días en posición completamente horizontal. No debía incorporarme ni siquiera para comer.
Es difícil describir cómo me sentía: de pronto, había dejado de ser una mujer activa, independiente y fuerte y me había convertido en un ser vulnerable, débil, postrada en una cama y a quien debían de dar de comer, que bebía con pajita y que hasta sucia se sentía porque no podía atender su propia higiene. Aunque hay que decir que hasta en las peores situaciones existen los ángeles, y los míos fueron las auxiliares de enfermería, que al verme así decidieron ¡lavarme el pelo! Hasta que no pasas por una situación así no te das cuenta de lo importante que puede llegar a ser un gesto tan simple. Ese día volví a sentirme un poco más digna.
Hasta la buena noticia de que mis bebés iban a recibir el alta pasó un poco desapercibida. Mis hijos subieron a planta, conmigo, pero no los podía atender. Les ponía al pecho, pero estaba tan débil que no los podía tener mucho rato, ¿y cómo lo hacía, si no podía levantar la cabeza de la almohada? Me ponía el sacaleches, pero no daba para los dos ni de lejos. Mi familia se turnaba para atenderlos a ellos y a mí; también ellos empezaron a acusar el terrible cansancio. Y ni siquiera habíamos llegado a casa.
Pasaron los días y el dolor remitió. La herida mejoraba. Y decidí que ya estaba bien, que quería irme a casa. Y me dejaron marchar, con la condición de hacerme curar la herida a diario en el CAP.
Los primeros días en casa, yo fui la trilliza: necesitaba tantos cuidados como mis niños. Nunca en mi vida había estado tan débil. Ir del salón a mi cuarto era todo un triunfo. Salir a la calle sola no podía. Además, en algún momento, en el hospital, había empezado a ver borroso. Para caminar por ahí necesitaba un lazarillo.
Pasaron los días y mi vista no mejoraba. Fui al médico de cabecera. Me mandó al neurólogo y al oftalmólogo. Tardaron unas 2 semanas en visitarme. Quiso la casualidad que tuviera cita con oftalmólogo y hematólogo el mismo día, con dos horas de diferencia. Nada más entrar en la consulta del oftalmólogo, me dijo que algo andaba mal. Al saber que al salir de allí me iba al hospital con el hematólogo, me hizo un papel para que se lo diera, rogándole encarecidamente que me mandara a urgencias, cosa que hizo de inmediato. No me aclararon qué podía ser; y yo, mientras tanto… pensado, entre otras desgracias, que me iba a quedar ciega.

En Urgencias me hicieron una punción lumbar. Por cierto, el drama que monté solo se explica por el terror que me daba que volviera a perder líquido cefalorraquídeo y me volviera a dar ese dolor de cabeza tan terrorífico que había sufrido. Cuál fue la sorpresa el comprobar que era justo al revés: la  presión del líquido cefalorraquídeo estaba muy alta. O sea, que el líquido no podía salir de la cabeza y apretaba donde podía: en el nervio óptico. Es por eso que no veía. En cuanto a la causa, el neurólogo me dijo:

-          Puede ser dos cosas: un pseudotumor o una trombosis venosa.
Pues qué bien. No sé qué sonaba más feo. No dije nada, pero conociéndome cómo se las estaba gastando mi sangre, estaba convencida de que iba a ser lo segundo. Así fue.
Era un trombo el que había causado el dolor de cabeza. Era un trombo en una vena el que no dejaba drenar la sangre del cerebro y pinzaba el nervio óptico. Era un trombo el que, casualmente, se había formado en la zona de la vista y hacía que las líneas rectas no fueran rectas.
Naturalmente, me ingresaron de nuevo. Naturalmente, yo caí definitivamente en depresión post parto. Naturalmente, tuve que desistir de dar el pecho. Naturalmente, estaba todo el mundo más que preocupado. Aunque un trombo en una vena no es tan grave como un ictus, ¡es un trombo al fin y al cabo!
Cuando volví a salir del hospital, no las tenía todas conmigo: ¿con qué otras sorpresas me iba a encontrar? Tengo que decir que, ahora sí, mi sangre dijo que, por esta vez, ya había tenido bastante. Tardé mucho tiempo en recuperar las fuerzas y la vista, pero las recuperé. Tardé un tiempo en recuperar el ánimo, pero también volvió. Y la herida, aunque parezca mentira, también se acabó cerrando. Ahora sí que empezó mi nueva vida y pude comenzar, con mucha ayuda, a disfrutar de mis dos hijos.

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