Por fin la esperada vuelta al cole ha llegado, vuelta a
los horarios más rígidos, a la rutina, las tareas escolares y el orden. Ese orden que se había ido relajando durante
los largos meses de las vacaciones hasta llegar, durante los últimos 15 – 20
días, a una auténtica locura de niños vociferantes y correteantes, con exceso
de energía saliendo por todos sus poros y a una madre que pedía a gritos que
algún científico avispado patentara el Tranquimazin infantil o bien una jalea
real que me diera superpoderes para estar en dos sitios a la vez y ocho brazos
para llegar a todo e impedir que se me descalabrara algún niño.
Después de preparar batas, chándales, libros, chaquetas,
bolsitas del almuerzo y demás necesidades escolares, mi niña me dijo que sí,
muy bien todo y muy bonito, pero que cuando empezaba ella de nuevo las clases
de ballet. Y es que mi princesa quiere
ser bailarina y peluquera. No tenemos
muy claro si de forma alternativa o las dos a la vez, pero su vocación es
clara. Mi fiero guerrero parece que no
lo tiene tan claro, porque encontrar una profesión que le permita trepar,
correr, rodar por el suelo, jugar a Angry Birds y hablar constantemente en un
tono digno de quebrar copas, que son sus mayores aficiones, parece que no es
fácil. Aunque está barajando ser
cocinero o arquitecto, ahí es nada. Lo
mejor es que me dicen que me podré ir a peinar a la peluquería y a comer al
restaurante sin que me cobren nada, así que mi glamourosa ancianidad está
asegurada.
En el caso de mi niña, la vocación de la peluquería le
viene dada por la mamá de su amiga Silvia, que en primero de infantil fue a
clase a mostrar su oficio y les hizo a todos unos peinados remonísimos, y desde
entonces tiene cautivada a mi hija, que ya ha decidido que como el año pasado
se desgració el flequillo con las tijeras, ya sabe del oficio. Y en el caso del ballet, no lo tengo muy
claro, pero ¿qué niña no ha querido ser bailarina alguna vez? Así que, el curso
pasado, cuando nos dieron la circular con las extraescolares y viendo que había
ballet, se lo propuse y ella aceptó completamente entusiasmada. En nuestro caso nos facilitan bastante las
cosas, ya que la clase se da en las instalaciones del cole. Cuando terminan las clases de la tarde, van a
recogerla a ella y otras compañeritas y las llevan a la sala dónde les espera
Fernanda, su profesora de ballet, que es una maravillosa combinación de
paciencia, cariño y firmeza, y con la que mi niña está más que encantada, a la
par que no le rechista. Pero claro,
Fernanda juega con ventaja, porque le hace ponerse un maillot rosa, medias y
unas monísimas zapatillas también rosas, le enseña a bailar y le deja hacer mil
posturitas y poner caritas, y así ¿cómo no la va a adorar?
El pobre Marcos de momento lo tiene peor, en el cole no
hay más extraescolares para infantil que ballet o jota. Y él me dejó clarísimo desde el minuto uno
que no pensaba poner un pie en una clase dónde no hubiera mucho sitio para
correr y/o alguna pelota implicada. Y es
que mi niño no discrimina deportes, fútbol, baloncesto, atletismo,
escalada…todo lo quiere hacer. Así que
lo tengo esperando como agua de mayo el comienzo de primaria, la tierra
prometida en la que le serán entregados los deportes federados y se podrá
apuntar “a todos, mami, yo quiero hacerlos todos”.
La verdad es que, por mucho que a María le gustara el
ballet, yo pensaba que quizás se cansaría, o se aburriría, o habría días que me
pediría venir a casa conmigo. Pero
no. Lo máximo que hace cuando voy a
recoger a su hermano los días que le toca ballet, es asomar su preciosa carita
por la puerta de la clase y decirme “un besito con abracito, mami” y vuelve
encantada a reunirse con sus compañeras a la espera del comienzo de la
clase. Solo un día ha faltado, porque la
pobrecita pilló un catarro tremendo que le dio fiebre y me la llevé a
casa. Por el camino aún protestaba
débilmente: “pero mami, si aunque no pueda bailar, me quedo sentadita muy
quieta y veo bailar a mis amigas”.
El punto culminante llegó con el festival de fin de curso,
por supuesto, dónde se mostraba todo lo aprendido en el año. Su profesora hizo un precioso montaje, en el
que la mitad de los números estaban basados en cuentos, y a las 7 niñas más
pequeñas, entre las que estaba la mía, les
tocó ser los cachorritos de 101 Dálmatas.
Teníamos que proveernos de un tutú blanco clásico, medias y un disfraz
de dálmata con orejitas, rabito, lazo y una faldita de tela para superponer al
tutú que teníamos que confeccionar en casa.
Baste decir que la hice y de lejos daba el pego, mejor no entrar en
detalles.
Estuvo meses ensayando, guardando el secreto de la
coreografía, cada vez más entusiasmada con la llegada del festival.
Y llegó el gran día.
A las 6 de la mañana, que ni era día, ni grande, ni nada, un fantasmita
vino a mi cama diciéndome bajito: “mami, ¿ya nos vamos al festival?”. Y por mucho que intenté convencerla de que
era de noche y que no nos íbamos a ningún sitio, acabé con ella en el sofá del salón, con pelos de troll
y ojos de búho escuchándola parlotear “es que estoy muy emocionada, mami”. Y allá que nos fuimos, la nena con su lacito
y su moño, yo con mis ojeras, mi niño dando saltos, y el padre de las criaturas
con el equipamiento de cualquier progenitor del artista que se precie, cámara de
video en ristre. Allí nos reunimos con
un hiperexcitado grupo de niñas con moño, que por arte de magia se convirtieron
en pequeñas bailarinas, y es que ¿hay algo más mono que una niña con un tutú
blanco y zapatillas de ballet? Sí, MI niña con tutú blanco y zapatillas de
ballet, y yo, que siempre he mirado con cierta ironía y distancia a estas
madres exageradas que celebran cada cosa que hacen sus niños como si les
hubieran dado el Nóbel, me convertí en una mamá de sonrisa tonta que miraba a
su muñeca con expresión bobalicona y
cara de adoración. Lo que puede hacer un
tutú.
Según lo esperado, el festival salió muy bien, las niñas
bailaron estupendamente (la mía más, por supuesto) y todo el público aplaudió
enfervorizado. Cuando mi niña se acercó,
toda orgullosa tras la primera parte de su actuación, nos la comimos a besos y
abrazos, sus padres, su hermanito, su tía, su prima, los abuelos, y hasta su
“novio” y sus “futuros suegros” (otro día hablamos de esto…).
Eso sí, su hermano, un poco con la mosca detrás de la
oreja por toda la atención de la que disfrutaba María, ya nos avisó de que,
cuando empezara primaria, se iba a apuntar a todos los deportes y tendríamos
que ir a verle a todos los partidos que jugara, y comprarle todas las
equipaciones, y darle un regalo cada vez que ganara, y aplaudirle mucho…y aquí
es cuando empecé a hiperventilar y a necesitar DE VERDAD la poción que me dé súper
poderes y 8 brazos, porque me temo que me van a hacer falta.
EVA
EVA
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