viernes, 13 de septiembre de 2013

Los patitos crecen: clases extraescolares



Por fin la esperada vuelta al cole ha llegado, vuelta a los horarios más rígidos, a la rutina, las tareas escolares y el orden.  Ese orden que se había ido relajando durante los largos meses de las vacaciones hasta llegar, durante los últimos 15 – 20 días, a una auténtica locura de niños vociferantes y correteantes, con exceso de energía saliendo por todos sus poros y a una madre que pedía a gritos que algún científico avispado patentara el Tranquimazin infantil o bien una jalea real que me diera superpoderes para estar en dos sitios a la vez y ocho brazos para llegar a todo e impedir que se me descalabrara algún niño.

Después de preparar batas, chándales, libros, chaquetas, bolsitas del almuerzo y demás necesidades escolares, mi niña me dijo que sí, muy bien todo y muy bonito, pero que cuando empezaba ella de nuevo las clases de ballet.  Y es que mi princesa quiere ser bailarina y peluquera.  No tenemos muy claro si de forma alternativa o las dos a la vez, pero su vocación es clara.  Mi fiero guerrero parece que no lo tiene tan claro, porque encontrar una profesión que le permita trepar, correr, rodar por el suelo, jugar a Angry Birds y hablar constantemente en un tono digno de quebrar copas, que son sus mayores aficiones, parece que no es fácil.  Aunque está barajando ser cocinero o arquitecto, ahí es nada.  Lo mejor es que me dicen que me podré ir a peinar a la peluquería y a comer al restaurante sin que me cobren nada, así que mi glamourosa ancianidad está asegurada.

En el caso de mi niña, la vocación de la peluquería le viene dada por la mamá de su amiga Silvia, que en primero de infantil fue a clase a mostrar su oficio y les hizo a todos unos peinados remonísimos, y desde entonces tiene cautivada a mi hija, que ya ha decidido que como el año pasado se desgració el flequillo con las tijeras, ya sabe del oficio.  Y en el caso del ballet, no lo tengo muy claro, pero ¿qué niña no ha querido ser bailarina alguna vez? Así que, el curso pasado, cuando nos dieron la circular con las extraescolares y viendo que había ballet, se lo propuse y ella aceptó completamente entusiasmada.  En nuestro caso nos facilitan bastante las cosas, ya que la clase se da en las instalaciones del cole.  Cuando terminan las clases de la tarde, van a recogerla a ella y otras compañeritas y las llevan a la sala dónde les espera Fernanda, su profesora de ballet, que es una maravillosa combinación de paciencia, cariño y firmeza, y con la que mi niña está más que encantada, a la par que no le rechista.  Pero claro, Fernanda juega con ventaja, porque le hace ponerse un maillot rosa, medias y unas monísimas zapatillas también rosas, le enseña a bailar y le deja hacer mil posturitas y poner caritas, y así ¿cómo no la va a adorar?

El pobre Marcos de momento lo tiene peor, en el cole no hay más extraescolares para infantil que ballet o jota.  Y él me dejó clarísimo desde el minuto uno que no pensaba poner un pie en una clase dónde no hubiera mucho sitio para correr y/o alguna pelota implicada.  Y es que mi niño no discrimina deportes, fútbol, baloncesto, atletismo, escalada…todo lo quiere hacer.  Así que lo tengo esperando como agua de mayo el comienzo de primaria, la tierra prometida en la que le serán entregados los deportes federados y se podrá apuntar “a todos, mami, yo quiero hacerlos todos”.

La verdad es que, por mucho que a María le gustara el ballet, yo pensaba que quizás se cansaría, o se aburriría, o habría días que me pediría venir a casa conmigo.  Pero no.  Lo máximo que hace cuando voy a recoger a su hermano los días que le toca ballet, es asomar su preciosa carita por la puerta de la clase y decirme “un besito con abracito, mami” y vuelve encantada a reunirse con sus compañeras a la espera del comienzo de la clase.  Solo un día ha faltado, porque la pobrecita pilló un catarro tremendo que le dio fiebre y me la llevé a casa.  Por el camino aún protestaba débilmente: “pero mami, si aunque no pueda bailar, me quedo sentadita muy quieta y veo bailar a mis amigas”.

El punto culminante llegó con el festival de fin de curso, por supuesto, dónde se mostraba todo lo aprendido en el año.  Su profesora hizo un precioso montaje, en el que la mitad de los números estaban basados en cuentos, y a las 7 niñas más pequeñas, entre las que estaba la mía,  les tocó ser los cachorritos de 101 Dálmatas.  Teníamos que proveernos de un tutú blanco clásico, medias y un disfraz de dálmata con orejitas, rabito, lazo y una faldita de tela para superponer al tutú que teníamos que confeccionar en casa.  Baste decir que la hice y de lejos daba el pego, mejor no entrar en detalles.
Estuvo meses ensayando, guardando el secreto de la coreografía, cada vez más entusiasmada con la llegada del festival.

Y llegó el gran día.  A las 6 de la mañana, que ni era día, ni grande, ni nada, un fantasmita vino a mi cama diciéndome bajito: “mami, ¿ya nos vamos al festival?”.  Y por mucho que intenté convencerla de que era de noche y que no nos íbamos a ningún sitio, acabé con  ella en el sofá del salón, con pelos de troll y ojos de búho escuchándola parlotear “es que estoy muy emocionada, mami”.  Y allá que nos fuimos, la nena con su lacito y su moño, yo con mis ojeras, mi niño dando saltos, y el padre de las criaturas con el equipamiento de cualquier progenitor del artista que se precie, cámara de video en ristre.  Allí nos reunimos con un hiperexcitado grupo de niñas con moño, que por arte de magia se convirtieron en pequeñas bailarinas, y es que ¿hay algo más mono que una niña con un tutú blanco y zapatillas de ballet? Sí, MI niña con tutú blanco y zapatillas de ballet, y yo, que siempre he mirado con cierta ironía y distancia a estas madres exageradas que celebran cada cosa que hacen sus niños como si les hubieran dado el Nóbel, me convertí en una mamá de sonrisa tonta que miraba a su muñeca con expresión  bobalicona y cara de adoración.  Lo que puede hacer un tutú.

Según lo esperado, el festival salió muy bien, las niñas bailaron estupendamente (la mía más, por supuesto) y todo el público aplaudió enfervorizado.  Cuando mi niña se acercó, toda orgullosa tras la primera parte de su actuación, nos la comimos a besos y abrazos, sus padres, su hermanito, su tía, su prima, los abuelos, y hasta su “novio” y sus “futuros suegros” (otro día hablamos de esto…). 

Eso sí, su hermano, un poco con la mosca detrás de la oreja por toda la atención de la que disfrutaba María, ya nos avisó de que, cuando empezara primaria, se iba a apuntar a todos los deportes y tendríamos que ir a verle a todos los partidos que jugara, y comprarle todas las equipaciones, y darle un regalo cada vez que ganara, y aplaudirle mucho…y aquí es cuando empecé a hiperventilar y a necesitar DE VERDAD la poción que me dé súper poderes y 8 brazos, porque me temo que me van a hacer falta.

EVA

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